*DEL INFIERNO AL CIELO MEDIA ACASO UNA PERCEPCIÓN
(AGENCIA NOTISIFA).-Qué gana nadie con las píldoras de ese grupito de académicos e intelectuales que insisten siempre que pueden –que es tiro por viaje- en desestimar el panorama noticioso acerca de la violencia del narco en México. Unos dicen, con estudios muy documentados, lo que a Calderón le encanta escuchar y repetir: las cifras de los homicidios por número de habitantes es más baja que la de muchos otros países que no se escandalizan tanto por eso. En Colombia, se dice, donde el gobierno de Uribe fue tan eficaz en su combate contra las mafias y la guerrilla, sigue habiendo, sin embargo, en esos términos proporcionales, más asesinatos que en México; y muchos más hay en Sudáfrica, donde ni siquiera hay guerra, y aun en Paraguay, donde la criminalidad común y la inseguridad son parte de la vida cotidiana desde tiempos remotos.
Es decir: en realidad no hay tanta violencia en México; sí hay muchas matazones y todo, entre los sicarios de unas bandas con otras, y de ellas con las fuerzas del gobierno, pero esas masacres sólo ocurren en ciertos estados y en ciertas regiones en disputa, como en el Norte y el Pacífico (Guerrero, Michoacán, Colima, Jalisco, Nayarit, Sinaloa, Baja California, Sonora, Chihuahua, Coahuila, Tamaulipas, Nuevo León, Zacatecas y Durango), donde está el grueso de los cárteles; en el resto del país, en cambio, salvo ciertos focos bajo la ley del miedo, como en Quintana Roo, Chiapas, Tabasco, Veracruz, Hidalgo, Morelos y el Estado de México, la cosa está más bien en calma. De modo que no habría porqué asustarse tanto. Ni porqué demandar que el gobierno acabe de una vez por todas con las oleadas de sicarios que parecen reproducirse como las plagas de cucarachas: mientras más calor y más se matan, salen más y más de todos los agujeros, y son cada vez más encarnizados y más resistentes al fuego de los exterminadores.
No puede esperarse que la intensidad de la guerra baje ahora, dicen por ejemplo algunos eruditos en el tono que a Calderón tanto le gusta; por el contrario, la lógica es que alcance su clímax, que las mafias acosadas por el gobierno lancen sus más feroces embestidas y saquen sus más poderosos arsenales dispuestas a matarse. Pero ése no es más que un indicio de que la suerte va mal para los capos y debe asumirse como una esperanza de victoria para el bando del gobierno y de los ciudadanos.
Más oficiales y agentes de la policía torturados y acribillados sería un signo alentador de que cada vez es más difícil pactar con las autoridades. En este modo de ver las cosas, los atentados contra los personajes del poder político atentan también contra sus autores, porque provocan mayores reacciones sociales e institucionales; es decir: intentando demostrar su fuerza y sus capacidades de control y de dominio, se echan encima a todas las fuerzas legítimas del país y salen perdiendo.
De modo que en las ejecuciones de funcionarios de seguridad, de agentes y de líderes municipales y estatales, no sólo no hay señales de ajuste de cuentas, sino sólo revelaciones inequívocas de que la etapa de la infiltración y la compra de mandos está llegando a su fin como podrida herencia del pasado. Porque según este orden de ideas de los especialistas que le gustan a Calderón, la guerra del gobierno contra el narco fue una guerra que al actual gobierno panista no le quedó más remedio que acometer.
El tráfico de drogas creció tanto porque todos los gobiernos del pasado lo dejaron crecer a lo largo de muchos años, y entonces el negocio y la impunidad dotaron a los narcotraficantes de un potencial económico y bélico casi invencible que era capaz de doblegar y someter al Estado nacional entero. El nuevo gobierno democrático no podía permanecer pasivo y decidió enfrentar el reto por la única vía por la que podía hacerlo: la de la violencia del Estado; la guerra, pues. Porque el fuego, en lo inmediato, debía combatirse con fuego.
Era imposible desmontar la maquinaria desmedida de los fortificados criminales con recursos pacíficos, con buenos modos. No señor: no había más alternativa que declarar la guerra. Y de ahí el infierno. Inevitable, cómo no, pero al fin y al cabo necesario.
Y no, dice esta variable de los acuciosos intérpretes de la guerra en México, no debe exigirse al gobierno que tomó la iniciativa de extirpar a sangre y fuego el tumor maligno del narcotráfico, que fue creciendo en las inercias de la corrupción de sus predecesores y fue trepando por las entrañas más recónditas del Estado hasta postrarlo todo, no debe exigírsele de ninguna manera a este gobierno de salvación que acabe de punta a cabo su labor quirúrgica y el exterminio pleno de las legiones de matarifes enloquecidos, en el suspiro de los apenas tres años que le quedan para culminar la heroica misión que un día se echó a cuestas por el bien de todos. Quizá falte lo peor de estas jornadas de sangre, otras tantas decenas de miles de muertos, varios años más de crueldad y de terror en los territorios a merced del narco, nuevos territorios bajo su reino implacable; quizá falte todavía mucho o poco de todo eso, y quizá en las últimas horas de este providencial gobierno temerario apenas el país esté zozobrando en la cresta más alta de la ola, pero a decir de estos intérpretes tan profundos y tan generosos de la guerra en México, las cosas no podrían haberse hecho mejor y el sacrificio habrá valido la pena.
Y Calderón aplaudirá esa sincera explicación de su estrategia contra el narco, acaso por diáfana y precisa, y, claro, porque esas aproximaciones científicas a la verdad de su campaña de pacificación exhiben los burdos intereses de la marabunta oficiosa, pesimista e iletrada de los periodistas y los zánganos mediáticos, que hacen cera y pabilo de ella con cifras y más cifras e imágenes dolosas, incontables, con que hacen su pérfido negocio de vender basura sensacionalista disfrazada de noticias. Pobres cabrones. La verdad es ésta. Nada de que la corrupción se expande por el descontrol de los mandos y la falta de estrategias congruentes y eficaces.
Es ahora cuando se están corrigiendo las cosas porque todo lo que hicieron antes fue un desmadre. Y claro que como dicen los que saben de esto, deben establecerse las líneas de mando de una policía única que evite la pulverización de las corporaciones y que se valgan de ella las bandas para seguirlas infiltrando y corrompiendo. Todos los escándalos de comandantes extorsionadores, de funcionarios cómplices, de jefes policiacos asesinados, de militares acusados en la prensa de servir al hampa, de ayuntamientos completos, como el de Cancún, infiltrados por el narco, todo eso es evidencia de que la corrupción está cediendo y no al revés, ¿pues que no entienden?; ¿no han leído el más reciente numero de Nexos, el de agosto?; ¿no han repasado el último artículo del gran ajiaco de los 12 mitos de la guerra contra el narco?; ¿no saben deveras quién es Joaquín Villalobos? Pues no saben nada; ése es el problema de esa campaña patriótica contra el crimen organizado: las percepciones equívocas, las distorsiones interesadas, la óptica percudida de la opinión pública mexicana. ¿Pues así cómo?
A ver. Para empezar. ¿No es Joaquín Villalobos el que fuera comandante fundador del Ejercito Revolucionario del Pueblo, en los setenta?, ¿el grupo guerrillero más extremistas y violento de El Salvador en los tiempos aquellos de la insurgencia armada en ese país centroamericano? ¿No es aquel a quien su compatriota Juan José Dalton acusa de asesino, de traidor, y de haber matado a su padre, el poeta Roque Dalton, hace 35 años, y de haber desaparecido el cuerpo del poeta revolucionario que era su compañero de armas? Por supuesto: es el mismo que viste y calza. Sólo que luego se volvió intelectual y promotor de la democracia y de la transformación electoral de los pueblos.
Vive de andar contando por el mundo sus experiencias en las armas y de cómo los procesos históricos y las conciencias revolucionarias evolucionan y de cómo el mundo puede ser más feliz cuando tipos como él son el mejor ejemplo de que se vive mejor en la civilización del mercado que en el socialismo salvaje. Ahora hasta da clases en Oxford y es un teórico a la medida de los que les gustan a los panistas como Calderón, porque entiende mejor que los ígnaros periodistas mexicanos cómo se cuecen las habas de la violencia en México, y cómo el gobierno mexicano tiene el valor y la virtud de sacarlas de la cazuela justo a tiempo.
Según el comandante Villalobos, la desorganización del aparato de seguridad, la atomización de las policías el país, y la descoordinación de las instituciones anticrimen, son una carga de los gobiernos del pasado remoto cuya pasividad favoreció el endurecimiento del narco, su violencia desenfrenada y su fuerza económica multimillonaria, contra lo que al régimen de Calderón no le quedó más remedio que hacer la guerra, y ésas son puras barbaridades del erudito y converso excamarada de Roque Dalton. Primero porque hay gavillas nuevas de extorsionadores y secuestradores que viven de eso: de robar vehículos, de asaltar, de intimidar, de cobrar por dejar vivir, justo porque no tienen para financiarse con el mercado de las drogas, y ése es un fenómeno criminal reciente que se ha expandido a consecuencia de la debacle institucional.
La multiplicación de las bandas es de ahora y el desparramamiento de la corrupción también; en el remoto pasado de los arrepentimientos de Villalobos las organizaciones criminales eran muy sólidas, se dedicaban sólo a las drogas, y la corrupción estaba muy bien administrada por el Estado. La quiebra institucional derivada del fracaso democrático de la alternancia desplegó el libertinaje criminal, y no es el gobierno el que les está cerrando a los narcos los accesos al tráfico de mercancías sino que se los están cerrando ellos mismos, en el caos de sus guerras territoriales, donde las fuerzas del gobierno son un factor adicional de ese estrangulamiento del negocio.
Para romper ese cerco y reponer el viejo orden, los narcos tradicionales se lanzan al exterminio de los emergentes, quienes les calentaron el negocio con sus carnicerías depravadas y sus excesos trogloditas; pero las cosas no volverán a su nivel, la anarquía es absoluta, y las agencias estadounidenses de seguridad están tomando cada vez más cartas en el asunto de la guerra de México; son ellas las que están haciendo el trabajo importante, como lo han hecho en Colombia, a pesar de los palos de ciego del gobierno mexicano. Los matones del nuevo narco no cobran cientos de miles de dólares ni viven en guaridas de lujo; son indigentes drogadictos que descuartizan y disparan contra cualquiera por unos cuantos gramos de coca y unos cuantos pesos.
La disgregación policiaca y el descontrol de la seguridad la propiciaron los gobiernos panistas, que rompieron el molde del control priísta del país –y de su corrupción oficial- y no supieron qué hacer con la pedacería. De ahí que la corrupción salpicara por todas partes, que las policías hicieran negocios a diestra y siniestra, que las mafias se fragmentaran y controlaran sus respectivos territorios públicos cada vez a niveles más altos, que las delaciones y la traiciones fueran el pan de cada día, del mismo modo que el ajusticiamiento de funcionarios y de agentes de todos los grados. Eso puede ser indicativo, en efecto, del exitoso asedio estadounidense, pero sobre todo de la revoltura de intereses policiacos, políticos y del narco.
Decir que la guerra de Calderón va muy bien porque todo está estallando –la erupción natural que precede la calma, dice-, y que hay que tener paciencia y consideración porque así seguirá más allá de este gobierno puesto que los anteriores no hicieron más que fermentar el coctel de la violencia, pareciera insólito, por descabellado, en una publicación de tanta prosapia como Nexos.
¿Pero si todo va tan bien, por qué asegura el salvadoreño que la violencia y el tiempo sólo dimensiona la magnitud del problema y no dan luz acerca de la victoria o el fracaso? En fin, es su lógica, y no parece más que el remate de un sartal de contrasentidos, como que la violencia entre los delincuentes no depende del gobierno, que no se puede demandar por eso el fin de la violencia, y que las victorias no se pueden medir por el fin o la disminución de la violencia sino por los golpes que las fuerzas del Estado propinan a los cárteles (dice que nunca se han atrapado y cazado tantos capos importantes como ahora, por ejemplo, lo que es falso, aunque ése también es un falso dilema: los principales jefes del pasado cayeron, ¿y acaso eso debilitó la industria del crimen?). ¿Y cómo saber cuán fuertes son esos golpes si se afirma que las organizaciones delictivas son poderosísimas? ¿Cómo saber que las depuraciones policiacas son importantes si es por los mismos narcos que se sabe que las autoridades están a su servicio, que los penales les sirven de cuarteles?; ¿y si cualquiera sabe que en medio del ruido de la guerra tropas enteras de policías protegen las actividades criminales?
¿De qué saneamiento policiaco podría hablar Villalobos en Quintana Roo, cuando el periódico Por Esto! señala a diario, con pelos y señales, que la policía completa de Cancún y el general que la dirige, Urbano Pérez Bañuelos (por lo menos hasta cuando esto se escribe, porque el mismo diario señalaba en su edición del jueves 19 que el militar había sido requerido por la Secretaría de la Defensa, que no estaba localizable, que sus pertenencias estaban siendo retiradas de sus oficinas, y que podía ser aprendido por la SIEDO de un momento a otro, del mismo modo que algunos de sus efectivos) son zetas que tienen sometida a la autoridad municipal, y son los artífices principales de que el destino turístico más importante del país sea un territorio dominado a placer por la banda de su pertenencia?
Con la anuencia del ayuntamiento, dice el diario, 300 de 500 restaurantes y comercios le pagan a la mafia cuotas para poder funcionar: un 60 por ciento; 100 de 250 empresarios de la construcción, el 40 por ciento, le pagan por su seguridad; 100 cantinas y bares, el 100 por ciento del ramo, paga; 20 de 38 notarios, el 60 por ciento, pagan -con dinero o en especie para regularizar sus bienes, pero pagan-; más del 50 por ciento de los 200 ejidatarios de Bonfil, pagan; del mismo modo que pagan 35 de los 174 de Puerto Morelos –un 20 por ciento-, y 100 de 350 de Leona Vicario: 30 por ciento (Por Esto! de Quintana Roo, 4 de agosto de 2010).
El diario dice que el general Pérez Bañuelos forma parte del grupo de asesinos presos en Nayarit por ejecutar al también general Mauro Enrique Tello; grupo al que según la PGR pertenece también el exalcalde Gregorio Sánchez, preso con ellos, y quien relevó a su exjefe policiaco, Francisco Delegado -preso con él y acusado asimismo por el asesinato del militar-, con el general Urbano Pérez. Eso dice el diario sin que nadie le haya revirado hasta el sol de hoy una sola de sus gravísimas acusaciones, mientras el alcalde sustituto de Cancún, Jaime Hernández Zaragoza, de la misma cuadra de Gregorio Sánchez, aguanta la metralla mediática y política sin hacer nada de nada, y el Cabildo se hace pato frente a los señalamientos de que la policía municipal sigue siendo la policía del narco.
Toda la prensa está feliz con el pesimismo mexicano, sentencia el director de Nexos, Héctor Aguilar Camín, en su espacio periodístico de MILENIO Diario.
También en la óptica de Calderón, tan criticada por Jacobo Zabludovski en el sentido de que las mejores noticias no son las que más les gustan a los gobiernos, el escritor quintanarroense truena contra los medios por cebarse en estos tiempos en todos los males del país sin destacar una sola de sus ventajas.
"Puede ser la excrecencia histórica de medios que vivieron décadas de mordaza y ahora retozan de más sin ella", dice (martes 10 de agosto de 2010). En plena celebración del Bicentenario mexicano nadie celebra algo que sirva sino todo lo nuevo que falta. El derrotismo nacional y el cuestionamiento de todo son la tela para envolver la credibilidad y el éxito periodístico. Destacar algo positivo, dice, parece que estigmatiza, y censurarlo todo puede ser el mejor camino para hacer prestigio, aunque sea en realidad la mayor evidencia de la falta de rigor crítico. Es decir, nunca los medios han sido más prósperos y nunca más mal intencionados.
De modo que deberíamos tomar un respiro en la humareda y no sofocarnos en medio del incendio como un recurso mezquino para triunfar. Quizá no haya tal incendio y no vemos las islas de la gracia –o hacemos que no las vemos- sólo porque no nos conviene para vender, para vendernos, disfrazados de emisarios de la verdad.
Quizá tiene razón. Y Villalobos también. Quizá debiéramos cambiar las percepciones de la violencia y creer que el estallido presagia el nuevo mundo gracias a las estrategias de Calderón. Quizá ésa sea la mejor de las soluciones posibles para el infierno que creemos que vivimos.