miércoles, 25 de agosto de 2010

SIGNOS

*LA ADOPCIÓN GAY Y LA INTOLERANCIA NACIONAL

(AGENCIA NOTISIFA) Buena parte de las leyes mexicanas suelen ser o idealistas hasta la necedad -al grado de la entelequia jurídica, de la imposibilidad de su aplicación por su perfeccionismo onírico y su lejanía del universo real que pretenden regir- o inconsistentes hasta la perfidia, llenas de irregularidades y de huecos por donde pueden meterse todas las mañas de la gente del poder y de la idiosincrasia incivil que nos documenta ante el mundo mejor ahora que nunca.

Ese extravío tiene que ver con la demagogia de origen de nuestro ser nacional; es ontológico. Nos da por apantallar, por enseñar siempre el lado bueno de lo que no somos, o de lo que menos somos, para esconder la larga cola de nuestros prejuicios, de nuestras idolatrías, de nuestros miedos a reconocernos en el espejo de nuestras impotencias y nuestras incompetencias para crecer.

Y entonces cuando se legisla con ánimo progresista y con espíritu liberal y de vanguardia, como en el caso de las preferencia sexuales distintas a las heterosexuales, saltan por todos lados las protestas de los tradicionalistas inconformes, de los grupos conservadores que defienden las esencias populares y los valores de la moral, de los representantes de la genética del condicionamiento milagrero del pueblo guadalupano, los emisarios de Dios en este paraíso terrenal de los valores inmanentes tomado por los sicarios.

Y no son unos cuantos. Eso por lo que toca al revuelo de la constitucionalidad suscrita hace un par de semanas por la Suprema Corte en favor de la ley del Distrito Federal que reconoce los matrimonios homosexuales y su derecho a adoptar hijos, y en contra de la impugnación presentada por el procurador general de la República para que dichas reformas no procedieran ni fuesen de observancia obligatoria en todas las entidades del país, como lo son ahora.

Por supuesto que son amplísimos los sectores que al revés del criterio de la Corte suscriben el del troglodita arzobispo de Guadalajara, Juan Sandoval íñiguez, ese bicho ensotanado representativo de todas las miserias humanas y culturales del retorcido clero nacional, que siguen siendo las mismas de los tiempos de la conversión a palos de los indios remisos, sólo con la prohibición laica de las humillaciones, los azotes y el sadismo confesional del Santo Oficio. Y si no que pregunten en los rumbos de la cristiada, en los persignados territorios de los gobiernos intolerantes y fascistas de Jalisco y Guanajuato, y hasta en los michoacanos, que tanto hizo por desbravar y secularizar el más laico y generoso de todos los presidentes mexicanos, el general Lázaro Cárdenas, hace ya muchos ayeres. El fuero interno de millones no desaprueba el sentido de las majaderías del prelado ("¿a ustedes les gustaría que los adopte una pareja de maricones o lesbianas?"), para quien los homosexuales, los legisladores, los gobernantes y los ministros del máximo tribunal –"maiceados" por el jefe de Gobierno de la Ciudad de México, dijo, para que aprobaran la constitucionalidad de las reformas en favor de los homosexuales- no son más que carne de pecado que habrá de freírse en el infierno.

Es cierto, en lo sustancial el pueblo de México desarrolló la tradición juarista de mantener el arraigo de su fe al margen de su existencia pública, y las militancias católicas de la herencia cavernícola son en realidad minoritarias, aunque la derecha –priísta y panista- en el poder y la laxitud del Estado ante las cada vez más frecuentes y severas flagrancias de los cruzados cristeros, han permitido una dolosa y consistente derogación de las virtudes de la soberanía secular, reforzada con el sometimiento educativo y espiritual del país a la tiranía del monopolio del sindicato del magisterio, y al de la radio y la televisión privadas. La ignorancia y el prejuicio han incrementado sus fueros, y la Iglesia de oscuros aires coloniales retoma un protagonismo insultante cada vez más impune estimulada por los coros rudimentarios de sus furibundos y recalcitrantes activistas civiles, y por el financiamiento de grupos de poder ultraconservadores, sectarios e influyentísimos, tan peligrosos a veces como las mafias del narco, en las que a menudo tienen intereses.

De Salinas para acá el mundo laico se disuelve. Y en el caos donde el sindicato magisterial y los monopolios refuerzan sus posiciones, lo hacen también todas las iglesias: las formales y las inventadas de la noche a la mañana por la multitudinaria plebe de vividores metidos de pastores de toda suerte de supercherías y admoniciones de la divinidad que medran en la indigencia, y que pueblan de templos cada vez más prósperos las regiones y las ciudades donde las escuelas y la calidad escolar son cada vez más miserables, y lucran con la desesperanza de fieles cada vez más numerosos, más envilecidos y más brutos, producidos por la parálisis perpetua de un país sin pies y sin cabeza.

En este pueblo mexicano donde todas las mafias, con sotana o sin ella, se pasan las instituciones por los forros –un modo de decirle a los genitales, para hablar con un lenguaje menos lépero que el de los representantes de la jerarquía eclesiástica, donde menudean los pederastas y los barbajanes como el arzobispo Sandoval-, alumbra de pronto el avance indudable de un laudo constitucional que garantiza la igualdad de los derechos de todos los individuos para formar matrimonios y familias a partir de la unión legal de parejas del mismo o de distinto sexo.

El problema es que las conquistas del derecho no corren en los mismos rieles ni a la misma velocidad que los alcances intelectuales y espirituales del pueblo que debe entenderlas y asumirlas. Mientras más pobre la educación pública en un país sometido por el prejuicio y la enajenación, y más progresistas y anticlericales sus normas superiores sobre la libertad sexual y sobre el reconocimiento de los valores familiares cimentados sin la diferenciación de padre y madre –lo que sin duda cambiará de manera radical la cultura de la convivencia-, más alto habrán de poner el grito en el cielo los sectores más alejados de las oportunidades y de los umbrales civilizatorios.

Es de lo más contrastante que en un país donde la cuarta parte de la población se muere de hambre, donde la modernización educativa parece una quimera, donde la gran mayoría de los jóvenes no cuenta con alternativas educacionales, y donde el analfabetismo y la ignorancia atascan las potencialidades y la evolución crítica de los ciudadanos, es decir, el crecimiento democrático, de pronto se promuevan proyectos legislativos y procesos judiciales a la medida de las sociedades más tolerantes, más incluyentes, más receptivas, más funcionales y más democráticas del mundo. Parece un contrasentido. Y lo es. ¿Cómo es posible que teniendo esos recursos para la innovación del derecho, para la mejor regulación de las libertades, y para la garantía institucional de la equidad en aspectos tan sensibles y tan controvertidos como el de las preferencias sexuales –tan censurables, por lo demás, en el orden de las tradiciones y las herencias arcaicas de los valores rurales y los atavismos urbanos, de lo indecente y lo prohibido, de la represión y el control abominable de los instintos desde la violencia moral del alter ego- no se tengan para transformar el aparato de la educación pública y para producir generaciones a la altura de tales conquistas legislativas y judiciales; generaciones que a partir de un espíritu más liberado, más ilustrado y más amplio, fuesen también más incluyentes y plurales, y por lo tanto menos refractarias al prejuicio, más solidarias, más humanas y más aptas para la concordia y la felicidad.

No puede ser más natural que en un país de tercero de primaria las disposiciones representativas propias de culturas sin taras ancestrales (intenciones de reforma que tienen que ver con el reconocimiento de las libertades instintivas de la libido; con desatar el nudo sicológico primario para la liberación de la conciencia profunda de los individuos y los pueblos, esa trampa de nuestro modo de ser, de nuestras taras endurecidas en la incivilidad y en las patologías históricas que inhiben el progreso), no puede ser más natural que esos proyectos de modernización jurídica escandalicen a tanta gente y polaricen tanto el entendimiento sobre los derechos iguales de las personas consideradas en el andar de los siglos como muy diferentes, de primera y de segunda, en su condición humana. Si de otro modo fuera y la civilidad se nos diera como se nos dan las malas palabras, los curas, los sicarios y los lugares comunes, las buenas leyes discurrieran como el agua diáfana de los manantiales; y en lugar del país de la violencia infinita como el pan de cada día de nuestra desventurada suerte, seríamos el de la tranquilidad sideral, la envidia de nuestros vecinos continentales; aspiraríamos incluso a ser como los uruguayos: inteligentes y buenos samaritanos.

Pero no, México tiene estándares educativos y de corrupción (en esto de los malos hábitos apenas nos supera Haití) de países premodernos con democracias rupestres, y su economía está estancada y al filo de que la suerte de sus pobres empeore, de que la cifra de los casi veintisiete millones que no ganan ni para comer se incremente, y que los que apenas comen dejen de hacerlo a la vuelta de los próximos días. No hay vislumbres de nada bueno mientras la sangre del narco corre a raudales. ¿Cómo puede creerse que después de doscientos años de ignorancia y sin salidas para la injusticia se pueden mejorar los niveles de tolerancia y el entendimiento y la aceptación sin sobresaltos del amparo constitucional de los derechos de las parejas del mismo sexo a constituir una familia?

Y lo de la adopción de hijos de los matrimonios homosexuales es otro cantar, de más alta tesitura.

¿Por qué? Porque la condición esencial de la ley es la generalidad. Si todos los matrimonios son iguales la adopción es, en efecto, un derecho de todos. Pero una ley moderna en un país agobiado por la mala educación, por la incultura, por el prejuicio, y por las condicionantes sobre la conducta moral más decisiva, la de la naturaleza sexual de los individuos –la "normalidad" y la "anormalidad" de sus tendencias, sus libertades y sus represiones, lo que más que nada define su estructura síquica-, puede ser, en este caso, desastrosa para los implicados más vulnerables: los niños criados en adopción.

La ignorancia es muy ruda en sus formas destructivas, en sus modos de ofender. México es un país de honras a menudo muy epidérmicas y de muertos incontables en defensa de las dignidades más impensables, del mismo modo que de lapidaciones atroces y ejemplares para enmendar las perfidias de Dios -a menudo esas aberraciones humanas enviadas como ejemplo y castigo de la mala conciencia de los pecadores-. La ignorancia es también burla y filo para herir, a veces; trauma y amargura irrestañable de muchos que no tienen la dureza necesaria del alma para resarcirse, para desquitarse, para dejar los oprobios en el camino, y esa indefensión los marca, los mata, les cambia la vida para siempre, a veces.

No hay aquí un pueblo a la medida de la civilidad de la norma, y la norma puede hacerles la vida de cuadritos a muchos hijos adoptivos en el principio de la nueva era de las libertades de las parejas homosexuales y de sus nuevos derechos familiares.

La genética humana tiene componentes hereditarios y culturales. La cultura de las formas de convivencia social, derivadas de la nueva institucionalidad familiar, puede no evolucionar de manera satisfactoria, en determinados entornos conservadores y retardatarios, para la adaptación de los niños adoptivos -de las parejas del mismo sexo- con una condición hereditaria menos propicia para crecer sin alteraciones anímicas distintivas en su nuevo hogar. Las largas herencias machistas y las viejas tradiciones familiares de imposición inquisitorial de la masculinidad, pueden ser un factor inconsciente de resistencia de los niños; circunstancia que habría de complicarse con la generalidad y la perdurabilidad de esos valores en el excluyente medio social de su desarrollo.

La tolerancia no amanece cuando alumbran las nuevas leyes. Estamos a años luz no sólo de una cultura de la ley, sino del respeto a los derechos iguales de los distintos. En la convivencia infantil y adolescente, en los primeros años de escuela, la percepción de las diferencias como defectos arroja saldos sangrientos. Los fuertes son implacables, y cuando se ceban en los más débiles los demás corean la sentencia como en el circo romano; los despedazan. Ocurre a diario, en todas las escuelas y en todos los niveles, pero sobre todo en los primeros, cuando el escarnio deja huellas indelebles.

Tales consideraciones no podían consignarse en las deliberaciones sobre la constitucionalidad de la legislación respectiva, porque no puede operarse una reforma de vanguardia si se consignan -en la víspera y en contexto- los modos y las formas de la costumbre de una sociedad incivil. Pero me temo que nuestros valores educativos y nuestras virtudes culturales, legales y morales no nos hacen tan respetables como quieren los autores de las reformas que autorizan la adopción de niños a los matrimonios entre personas del mismo sexo.

"Los maricones y las lesbianas" del buen pastor Juan Sandoval Íñiguez pueden mentarle la madre al prelado de Guadalajara y dedicárselas para cada instante de todos los días del resto de su indeseable vida. Muchos están acostumbrados a la infamia y al vituperio de una sociedad donde bulle el peladaje y la rufianería enana de patanes de toda laya, incluso del tamaño inverosímil de ese remanente de la Inquisición.

Las reformas constitucionales tan delicadas y sensibles como la del caso en una sociedad como la nuestra quizá debieran ir por partes y un poco más despacio. Claro, es comprensible que si se autoriza el matrimonio entre parejas del mismo sexo con las garantías de todos los matrimonios, sería absurdo, por discriminatorio, que se les negara a dichas parejas el derecho a la adopción. Son impensables aquí los gradualismos. Pero en la realidad pura y simple la reducción de los contrastes y la aceptación de las diferencias serán lentas y serán graduales. Los adultos no tendrán problemas con eso, por supuesto. Pero acaso los niños adoptivos sí, cuando en el principio el entorno les sea desfavorable. Quizá la especulación es excesiva. Ojalá y así sea.

Pero si no, se producirá una gran injusticia.

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